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Cincuenta tonos de güera

Cincuenta tonos de güera

Alejandra Junco1

juncoalejandra@hotmail.com 

S-AMARILLA.jpge equilibra imposiblemente sobre unas sandalias de tacón entre las piedras del acotamiento de la carretera de Puerto Vallarta a Guadalajara. Sostiene la correa del perrillo amodorrado por el calor de medio día que, si pudiera, buscaría hasta la sombra de su sombra para ponerse a salvo del sol. Ella lo sujeta junto al coche, cuyo cofre ha levantado en señal fraudulenta de socorro. Lo que es cierto es que ella está en riesgo. El pelo enmarañado, de un color indefinido por el abuso de tinte; la mirada perdida, expuesta para ser vista sin ver; la mujer detiene con su mano un pareo que la envuelve como una toalla. Un mínimo movimiento hará caer la tela. No lleva nada bajo ese retazo. Muda, ofrece una recompensa comprada.

     No es gringa, es una mexicana de los Altos de Jalisco. Una de las que hizo de su estado el mayor consumidor de tinte para pelo en el país. Siempre quiso ser rubia. Y siempre quiso vivir del otro lado y llevar una vida convencional. Un buen hombre, un buen trabajo, unos hijos. Lo que no quiso fue el pueblo, ni a los hombres del pueblo, ni la única marca de tinte de pelo que conseguía en el pueblo. No había encontrado al hombre que la sacara de ahí. Las compañeras de juegos, con las que después fue a la única estética —un cuarto con olor a amoníaco en la casa de doña Purificación— se habían ennoviado una a una. Casadas o arrejuntadas, todas tenían ya su hombre, aunque fuera de manera intermitente. Ella no. No ambicionaba mucho, se decía. Lo mismo que las demás. Y las demás se decían que nunca estaba contenta con el color de su pelo, que parecía que nadie era suficiente para amarrarle los huaraches, que el pueblo era su pueblo, y ya batallaban para aquerenciar a los hombres que se iban del otro lado. No anticipó nada cuando alguno que al regresar encontró la casa sin mujer, le hizo una insinuación. Se convenció de que era mucho mejor no haber amarrado marido y se atrevió a dejar pueblo, amigas y salón para ir a Guadalajara. Dio con una agencia de empleo que le exigió el pelo más rubio con la oferta de un trabajo decente del otro lado. Pero no llegó, al menos no en el primer viaje.

     Recordaba sólo fragmentos de las visitas del hombre que la había sacado de aquella casa en Tijuana, entre balazos y promesas, para llevarla a otra igual donde le daban aún menos de comer y ya ni siquiera le pintaban el pelo.

     “Las que estamos aquí, estamos porque nacimos para esto,” —le decía una vecina de cuarto—. “A más de una hija de la chingada la ha sacado un buen cliente para darle mejor vida. Pero así como hay unas que nacieron para salir, así nacimos otras para quedarnos.”

     Volvió al pueblo a intentar partir de cero. Empezó a cambiar lo más obvio, lo repetido en las retahílas de su madre y sus amigas: otra ropa, otros andares, otra mirada, más palabras, menos palabras, más sumisión, menos sumisión, más recato, menos recato… Había intentado otras rutas para otros destinos: la ciudad de México, Michoacán, Texas y California, pero lo único que le pidieron fue el pelo cada vez más rubio.

     Ahora, de pie en la carretera, trata de recordar lo que ha hecho. Lo que no ha hecho. Cada nimia decisión, cada salto descomunal. Lo repasa todo, revive todo, mientras que en la cajuela se calientan cajas de tinte que debe cambiar pues, desde que las latinas han tomado Hollywood, la cabellera negra está in.CUADRO-AMARILLO.jpg

 

 

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1 Alejandra Junco es licenciada y maestra en Historia por la UIA. Cursó diplomados en creación literaria y cine con el escritor y periodista cubano Manuel Pereira. Desde hace ocho años escribe en el taller de la ensayista y novelista Cecilia Urbina. Ha publicado en Ciclo Literario.

 

     
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